En el Concilio de Roma de 382, el papa Dámaso I expidió el conocido como «Decreto de Dámaso» que contenía la lista de los libros canónicos del antiguo testamento (46 en concreto) y del nuevo testamento (27 en este caso). Y le encargó a Jerónimo, su secretario, que utilizara este canon y escribiera una nueva traducción de la Biblia que incluyera un Antiguo Testamento que contuviese los 46 libros y el Nuevo Testamento con sus 27 libros, a fin de acabar con las diferencias que había con las distintas versiones de la Biblia que circulaba en Occidente, la llamada Vetus Latina (latina vieja, en latín y que eran textos bíblicos en Latín de distintas fuentes, que fueron traducidos a partir del siglo II, desde la lengua griega).
La gran dificultad y donde había una gran divergencia era en el antiguo testamento, del que como fuente existían dos versiones, por un lado los libros judíos en hebreo o arameo denominados Tanaj o Biblia hebrea; y por otro lado la Septuaginta o biblia griega recopilación de traducciones de los libros de la biblia hebrea escritos y traducidos al griego Koiné. Para realizar esta labor, a la que dedicaría prácticamente el resto de su vida, tendría que traducir bien del hebreo o del griego al latín. Para el segundo caso estaba de sobra capacitado con su amplia formación clásica, pero no así para el hebreo del que tenía solo rudimentarios conocimientos.
Bien sea por la muerte del papa Dámaso, su protector, ocurrida en el 385; o por sentirse incomprendido y hasta calumniado y difamado por el resto del clero Romano (recuérdese las maledicencias en ambos sentidos vertidas contra él referidas con anterioridad); o bien porque deseaba pulir su hebreo para la tarea ingente a la que dedicaría su vida; el caso es que el año que el papa murió abandonó Roma para no volver nunca más a ella y marchó a Belén, en Palestina.
Allí sería ordenado sacerdote cuando tenía 40 años. Allí le seguirían varias de las ricas matronas antaño fiesteras y vanidosas que él con su prédica convertía en piadosas mujeres penitentes y dedicadas a la oración; como sería el caso de Santa Paula y Santa Eustoquio. Allí, con el dinero de las matronas romanas, fundó junto con Santa Paula un convento para hombres y tres para mujeres, además de una casa para atender peregrinos, que serían el primordio de la Orden de San Jerónimo. Allí vivió sus últimos 35 años en una gruta junto a la Cueva del Nacimiento de Belén.
Lo que sí es sabido es que en Belén profundizó sus conocimientos de hebreo, siguiendo cursos que le impartió el rabino Bar Anima y acudiendo a la biblioteca de la ciudad Cesarea Palestina o Cesarea Maritima, donde acceder a versiones del antiguo testamento tanto en hebreo como en griego. En el 405, 23 años después de recibir el encargo papal, por fin terminó su traducción de la biblia en latín desde los originales hebreos y griegos que se conservaban. Parece ser que siguiendo la técnica que Orígenes de Alejandría expuso en su famosa obra exegética la Hexapla casi dos siglos antes.
Al mismo tiempo que traducía y escribía la Vulgata, escribió múltiples textos exegéticos y teológicos de diversa índole. Participo en variopintas discusiones y disquisiciones teologales de su tiempo. No menos abundante fue toda su producción epistolar. Y junto a Santa Paula viajó a Egipto, a Alejandría y en varias ocasiones por Palestina.
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